Esto sucedió hace muchos años. Cuando yo era algo más que un niño, supongo, puesto que me hizo meditar profundamente hasta ser una de esas lecciones de la vida que nadie te puede enseñar y que tienes que descubrir por ti mismo.
Era joven, pero empezaba a replantearme la vida. A pensar. Estaba sólo, en la capilla de mi colegio estrictamente religioso. Pasaba algunos de esos preciados momentos de descanso en la capilla del oratorio, rezando. No lo hacía porque me lo hubiera ordenado el cura, no, (ello no ordenaban, “aconsejaban” por tu salud espiritual), si no porque creía que era lo que tenía que hacer. En mi interior se había abierto una grieta que me llenaba de desazón y no sabía que hacer. Cuando se lo conté al cura, en mi charla semanal, fue muy claro: “Reza”. “Pero yo no siento nada, es como hablar al vacío, por mas que me esfuerzo es como hablarle al aire” repliqué. “No importa, reza, reza más...”.
Y allí estaba yo, sólo en la capilla del colegio, en una soleada mañana de por otoño, retirado en la parte de atrás, sintiéndome cada vez más vacío y además idiota, por no estar disfrutando del recreo como el resto de mis amigos, cuando de improviso...
Un rayo de luz, solitario, penetró por la ventana, rebotó en la lámpara del techo y fué a parar al sagrario de latón que había en medio del altar.
Quedé sobrecogido. Era increíble. No podía creerlo. En los primeros instantes no me atreví a moverme, a respirar, a pensar. Fue solo un instante, pero no lo había soñado, estaba seguro de que había sido real.
Me arrodillé de inmediato y me puse a rezar. A rezar de verdad. No al aire, no al vacío... El Universo tenía sentido. Y se me fue el resto de tiempo del recreo en un instante hasta que me sorprendió el sonido de la sirena que anunciaba que debíamos de volver a las clases.
No me atreví a comentárselo a nadie. Ni al cura, que en realidad me caía personalmente mal (entiéndase: solo él, no el ministerio) y al que mi nueva actitud de piedad lo llenaba de orgullo, pues creía estar criando un candidato al seminario.
Pero la carne es débil y no podía pasar todos los recreos rezando. Al cabo de unas semanas noté que también necesitaba jugar, descansar. Y una soleada mañana de un recreo, los pasos de mis amigos nos llevaron a la ventana que había debajo del oratorio, de mi oratorio.
Y mientras charlábamos surgió un juego inconscientemente, casi infantil, de hacer perseguir el reflejo de las esferas de nuestros relojes por las enormes paredes del colegio, en sombra. Cuando mi reflejo se perdió por la ventana de la capilla, quedé callado, muy serio, por algo que no quise contar a los demás. La herida en mi interior se volvió a abrir y esta vez empezó a manar. Miré la hora: era la misma que aquel día. Me enfadé no con Dios, no podía, me enfadé conmigo mismo, con mi credulidad.
Corté con la capilla, con la oración y con el cura. Y cuando veía una actitud religiosa, durante muchos años compadecí a esas personas pensando que perseguían un reflejo de un rayo de sol.
Hasta ahora. Ahora, que ya no soy joven, mas bien maduro. Y cuando noto el dolor de mi pecho, y me acuerdo de esas semanas que no me dolía, me pregunto, muy sinceramente me pregunto, si Dios ese día me quiso curar con un reflejo de sol que rebotaba en la esfera de cristal de un reloj de un niño.
1 comentario:
Me ha encantado tu cuento de hoy, de verdad nunca se sabe, a lo mejor si no hubieses bajado al recreo con tus compañeros de igual forma hubieses dejado de creer por alguna otra cosa que te pasará a lo largo de tu vida que te hiciese cambiar de opinión, pero fué ahí, y cuando esas cosas pasan de pequeños se quedan mas gravadas. De todas formas, "el dolor" lo sentimos igual, creyendo o no creyendo.
Un besiño!
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