lunes, junio 26, 2006

Caldo de hueso




Al pequeño pueblo sólo íbamos los veranos. Y sólo en esas fechas alcanzaba la prodigiosa cifra de quince o veinte habitantes. No tiene río, charca, tiendas, siquiera un bar. Cuando empezamos a ir, mis recuerdos alcanzan al tiempo en que todavía no había electricidad y todas las casas se alumbraban con las luces rojas de las velas y las azules de las lámparas de gas.

Allí, a los tres chavales que estábamos no nos quedaba más remedio que ser amigos. No recuerdo exactamente los años que teníamos, pero eran pocos, muy pocos. La edad de la bicicleta, los bocatas de nocilla, dibujos los sábados y de peleas de grillos. Y pasábamos los días inventando aventuras con las posibilidades que daba un pueblo semidespoblado.

Una tarde, la pasamos entera contándonos historias de miedo. De locos que se esconden debajo de las camas y asesinan a los niños. De fantasmas, de espíritus y ouijas . De las luces de los cementerios...

-Seguro que también salen en el cementerio del pueblo- sentenció Manolín.

Todos pensamos a la vez en lo mismo y tragamos saliva. ¿Íbamos o no íbamos?. El camposanto estaba un trecho a las afueras. Un paseo para nuestras bicicletas.

-¡ Vamos! - dijo Antonio. Siempre había sido el más decidido.

Nadie se atrevió a decir que no iba. Fuimos todos en silencio, pedaleando. Y todos respiramos aliviados al ver que alguien había candado la puerta enrejada y no se podía entrar. Nuestro honor estaba a salvo.

Merodeamos un poco alrededor de las tapias esperando que anocheciera.

-¡Mirad, mirad!- exclamó Manolín.

Todos fuimos allá corriendo. Entre la maleza había un gran hueso. Esto, para nosotros, no era una novedad. En el campo alrededor del pueblo abundaban huesos de alimañas y animales. Pero tras una tarde contándonos historias de miedo, al anochecer, al lado del cementerio, nos parecía algo casi espectral.

-¡ Yo lo cojo!- dijo Antonio decidido.

Y con su pequeña mano levantó un gigantesco fémur amarillento. Todos quedamos impresionados por su valor. Y al ver que a él no le había pasado nada, nos fuimos pasando de mano en mano el inmenso hueso, supongo ahora que de vaca.

En voz baja, comentamos lo valientes que éramos. Ya no éramos niños pequeños que se asustaban por nada.

-¡Se lo podíamos llevar a la señora Celedina!- sugirió alguien.

Era una señora mayor, que vivía todo el año en el pueblo y no tenía hijos. Siempre estaba encantada con nuestras visitas y nos invitaba a tomar algo aderezándolo con historias de tiempos antiguos. Hacía tres días le habíamos llevado un sapo y estuvo chillando hasta que se lo sacamos de allí. ¿Qué pasaría si le llevábamos un hueso? .

Pedaleamos corriendo hasta allí. Nos brillaban los ojos pícaros, mientras Manolín llevaba el tesoro escondido a la espalda.

-¡¡Señora Celenida!!.¡¡ Señora Celenida!!.

-Si niños... ¿qué queréis?- dijo asomándose a la puerta de su casa.

-Señora Celedina... ¡Estuvimos en el cementerio!.

-¡Qué valientes!. ¿Y qué visteis allí?.

-¡Mire, mire! - dijo Manolín poniéndole el hueso delante de sus narices.

Lo que hizo, eso sí que no lo esperábamos.

-¡Ay madre, que ilusión!. ¡Un hueso de muerto!- lo arrancó de las manos de un Manolín atónito y lo olfateó- ¡Y parece fresco!. ¡Voy a hacer un caldo!. A ver niños... ¿quién cena esta noche conmigo?.

Y los tres, que más de una noche habíamos cenado con ella, dimos un grito de miedo y echamos a correr.

El suceso quedó instalado dentro de la memoria del pueblo. Y cuando vuelvo por allá, de años en años, siempre alguno de los cuatro o cinco irreductibles que quedan allí viviendo, se me acerca y me dice... “Jaime ...¿te acuerdas?”. Y nos reímos.

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