Pero estaba claro que no me quedaba otra. Así que en algún momento había que empezar y ... claro, estando ya allí ¿por qué no empezar?. -Siéntese en el sillón, que ahora mismo vendrá mi asistente a realizar la primera limpieza...- me dijo señalando el armatoste. Me senté ya sudando, mientras él iba encendiendo unas luces y acercando instrumentos. ¿Nunca os recordó esa situación a la de un cohete espacial?. A esas imágenes en las que están los tripulantes sentados tumbados, expectantes, sabiendo que de un momento a otro se prenderá la ignición y cualquier cosa puede salir mal... En ese momento me acorde del chiste del dentista... (sí, sí ese que el paciente de agarra de los huevos y le dice ... “doctor, supongo que no nos haremos daño, ¿verdad?”) y estaba considerando seriamente entre ponerlo en práctica o salir corriendo cuando... Entró en la consulta la asistente del doctor, la chica que me había abierto la puerta.
En esa inolvidable primera sesión, ni siquiera podía evocar su rostro. Cuando entré, la verdad, es que no me fijé. Tan sólo recuerdo haber observar que era una chica joven, morena y delgada que ahora se me antoja Sherezade, hurí del paraíso o xana. Y habló unas palabras con el doctor espaldas a mí y cuando se dio la vuelta, llevaba puesta una mascarilla aséptica que la tapaba desde la boca hasta la nariz, mostrando sólo dos ojos vivos y marrones, cual velo. Me dijo: “Recuéstate un poco más, por favor, no te preocupes, que no voy a hacerte daño”. Y noté que todo el sillón se movía hasta situar mi cabeza más baja que mi propio cuerpo para poder trabajar más cómoda y dejándome a mí en una postura de total indefensión. Fue como si una flor estallara en mi pecho.
Su cara, se inclinó sobre mi cara, me mandó abrir la boca y empezó a trabajar. ¡Oh Dios mío!. Hasta ese día – lo juro – nunca había tenido fantasías sadomasoquistas, ni siquiera impulsos fetichistas. Pero una cosa era cierta: no... no me hizo daño. Era toda una profesional. Trabajaba por toda mi boca, limpiándola con un aparatejo que si bien no mancaba, te dejaba en esa línea tenue del dolor. Mientras, sentía sus dedos por toda mi boca, arriba y abajo, y recreaba los minutos mirándola fijamente a los ojos, a su piel, a su cabello, a su cuello.... ¡Yo, mirando sin pudor fijamente a una chica!. ¡Yo, que soy la timidez personificada!. Y sin que la situación fuera incómoda, porque si tenía abierto los ojos no tenía otro remedio. Los minutos pasaban como si fueran instantes, y creo que ya conozco más su piel que la mía; una piel dorada, joven, tersa y delicada. Su pelo, castaño y sedoso. Su rostro, ovalado y fino. Unos hermosos ojos castaños en los que podría estar horas y horas sumergido. Su cuello alto y sin adornos .... .Y la pena es que los asépticos monos de los epicúreos no tengan un poco de corpiño... porque mejorarían la calidad de vida de muchos pacientes, lo juro. Cada poco preguntaba ,”¿Cansas?: Levanta la mano si quieres que pare un rato”. Yo tenía un tubito en la boca que me impedía hablar, ya que si no le hubiera gritado...”¿¡Parar!?...¡Sigue, sigue!”. Cuando acabó la sesión de limpieza (¿tan pronto?), me dirigió una sonrisa en la que quiero entrever una pizca de malicia. Ni se me pasó por la cabeza hacerle el más mínimo comentario. Como siempre, me pudo el pudor.
Desde entonces, mujer no entiende – y menos mal que no consigue relacionar- porqué quiero que me ate en la cama, esa obsesión por los guantes de latex y porqué desde entonces, nunca nunca he faltado a una sesión del dentista.
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